lunes, 29 de marzo de 2010

El Hombre del Tiempo


Los estudios eran total, agobiantemente estancos. Ninguna ventana planeada en los cálculos hechos por un arquitecto algo misántropo quizá, y así la mañana se pasaba lejos de sus ojos. A Wence se le hacía bastante insoportable. Pero fingía encontrarse bien, plastificaba una sonrisa trabajada y artificial en su rostro pálido (el cual todavía osaba conservar algún atractivo natural tras tantos años de sinsabor televisivo) y continuaba con su trabajo. No en vano se había pasado casi una década luchando por aquel puesto, deseándolo casi lujuriosamente; desde luego que había sido objeto de burlas de sus compañeros, ya que ¿Qué eran cinco minutos de cámara?. Pero a Wence nunca le había importado eso. Y continuó su carrera de meteorólogo, siempre a sabiendas de que, en vida, su madre se avergonzaría de verle en un trabajo que para un chico con tales expectativas se quedaba en poco más que ridículo.
-En los próximos días llegará un frente frío que dejará precipitaciones y fuertes vientos, con posibilidad de nieve en las cotas más altas, especialmente en los condados de Sussex, Norton y el sur de Gales…
La becaria de los hoyuelos hizo un gesto sucinto para que el técnico cambiase al mapa topográfico.
-En el resto de Europa se mantienen las temperaturas primaverales, llegando a las máximas de 75º F en Nápoles y Atenas…
La becaria, con el pelo recogido en un moño desaliñado y con unas esplendorosas ojeras moradas de trabajadora independizada, además de los hoyuelos que la distinguían de todas las becarias del mundo, le sonrió tímidamente a Wence, pensando, creyó él, en las vacaciones que tenía planeadas a Grecia con su novio. Pero de cualquier manera su sonrisa fluctuó en un gesto ligeramente articulado y más natural. Del aquel cambio solo se daba cuenta la señora Higgins, una anciana arrugada como una uva pasa que hacía calceta a cien kilómetros de allí, cuyo mayor entretenimiento en la residencia de ancianos era sorber huevos escalfados y mirar el parte meteorológico, soñando con bailar claqué con el guapísimo hombre del tiempo, el Sr. Jones y pellizcando a las otras viejas que se atrevían a llamarle por su nombre de pila: Wenceslao.
Lejos de allí y con la mente en otros lugares lejanos Wence recogió por fin sus cosas mientras crecía en él una sensación de ánimo a medida que, manteniendo por última vez en el día el paso tieso aferrado a su maletín recorría los pasillos apurado, casi sin saludar a los que se cruzaban con él saliendo y entrando de despachos y oficinas en un revuelo de camisas planchadas-arrugadas, nudos de corbata y medias tupidas. Se frotaba anticipadamente las patitas mentales del regusto que le iba a dar salir a la calle y que le diese el sol tras una mañana gris en la gris Londres y su tráfico gris. Bajó las escaleras de tres en tres, casi se estampa contra el repartidor del buffet que le miró bajo las pobladas cejas oscuras de turco amodorrado. Wence le sonrió simpáticamente, no se paró a escucharle ni a mirarle, llegó al hall, se metió con un ágil ¡Alehop! En las puertas giratorias y…
Bajo el chaparrón las mujeres corrían con las gabardinas sueltas a por los taxis, los cafés replegaban los toldos empapados, todo se movía cruzando la película cotidiana del mal día. Wence suspiró negando con la cabeza. Qué estupidez no darse cuenta. Desde luego, él era el Hombre del Tiempo. Si él mismo no sabía de antemano el día que iba a hacer, ¿Quién lo haría? Apaga y vámonos, sería el fin de toda una tradición familiar por vía paterna.
Levantó la cabeza a las nubes, hurgando en su maletín para coger el paraguas negro plegable. Finalmente sonrió.
¿Qué importaba? Había salido del trabajo, tenía una semana de vacaciones, se podía permitir relajarse un poco como hacían todos ¿No?
Wence caminaba por la acera gris mojada con el paraguas abierto en la mano del maletín. Con la otra libre, sus dedos nudosos y largos hicieron un gesto extraño y muy, muy sutil, que indicaba algo.
Cruzó la calle y decidió pasear hasta su casa. El hombre del tiempo decide que está de buen humor, le da igual todo por hoy.
Sobre la cabeza de Wence las nubes empezaron a desaparecer, dejando atisbar un retazo de cielo azul. Según el camino que tomaba serpenteando entre los árboles de Hyde Park se veía por encima un curioso sendero azul en el que la lluvia no entraba. Poco a poco, el Hombre del Tiempo cada vez más feliz seguía caminando sin pensar en nada más que en la inminente llegada de la primavera, las nubes espolvoreadas se perdían cada vez más lejos de él, desnudando el cielo de Londres y enseñando el Sol. Al Hombre del Tiempo le gustaba su trabajo. La gente se asomó desde las ventanas, contentas con que la tormenta se fuese tan repentinamente. En medio minuto, se sorprendieron en el instituto de Meteorología, las temperaturas dieron un salto brusco de cinco grados.
Sí, la primavera estaba llegando ya.
El Hombre del Tiempo se hacía cargo de ello.


The Spring Tangerine

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