lunes, 7 de junio de 2010

Mi segundo cigarrillo

Me convencí astutamente de que no podría jamás decir que era una chica culta y sensible, vaya usted a saber porqué, si no lo decía con el desprecio humeante colgando en mi labio inferior. Así fue como intenté finiquitar la historia de mi segundo cigarrillo una tarde de las que recuerdan a Irlanda. Esta situación fue propiciada porque me sentía muy rebelde aquel día por salir del [loquero] recinto escolar (sí, la profesora no había venido).
La primera calada "lírica" del dichoso pitillo se esfumó con el viento porque no sabía donde mi madre escondía el mechero, así que el cilindro raquítico ese no reaccionó hasta la segunda cerilla…y tres cuartos. Me fui al porche con el brillo en los ojos y el chisme en la mano y me imbuí de lleno en una calada que envió directamente al fondo de mi diafragma un revuelto de nicotina pura, que me supo igual que si me hubiese llenado la boca de asfalto, con algún escorpión por el medio (siempre he asociado el tabaco con los escorpiones), un pálpito en la lengua que me libró al instante del encanto de la segunda tentativa de fumar y finalmente, mucha mucha [mierda] polución.
Pero encontré en algún sitio la intención de aguantarlo y le di un par de caladitas, tímidamente, para que el Chesterfield supiese quien mandaba aquí. Aplasté la ceniza contra un cenicero lleno de fósiles apurados hasta el filtro por otras manos más expertas. Uf. [Me estoy rascando la nariz y aún noto ese regusto asqueroso en los dedos]. De pequeña me gustaba el olor a tabaco, cosas que tiene una. Claro que también me gustaba el olor de la fábrica de carne que había al lado de la casa de mis tíos, y el olor a churrasco en la esquina de mi calle, y soy vegetariana.
Extraños instintos del ser humano, podríamos decir.
Pero sigamos con el Chester. No quise pensar que me buscaba mi propio sufrimiento al querer que me gustase fumar. Espachurré una y otra vez la punta del ya-no-tan-sofisticado cigarrito contra el cristal grisáceo. El muy maldito no se acababa. Me acordé de la francesa que vivía conmigo cuando fui a Irlanda. Se fumaba más de cinco cada día, y no ponía muecas al soltar el humo.
Mientras deliberaba conmigo misma, el chisme hizo lo único útil que podía haber hecho, y que yo nunca me habría imaginado que podía pasar: se apagó. Y así me libró del dilema.
Por si mi intento de malotismo terminaba con toda la casa en llamas (resulta que soy un poco paranoica alarmista) y mi madre me pillaba in fraganti con el muy fraganti causanti del delito sobre el tejado de los vecinos, lo rebocé bien en el cenicero hasta que se murió bien muerto. Luego lo rompí en dos trozos (muy orgullosa, por cierto, de que mi conciencia hubiese convencido tan bien a mis instintos de que a mí no me gustaba fumar) lo enrosqué en una servilleta y lo tiré entre dos cáscaras de naranja.
Luego me lavé las manos ( no,no funcionó) y, para recompensarme, toda satisfecha por haber llevado la acción a mi vida me comí tres galletas y me largué dejando atrás la prueba del delito, que mi madre (me planteo enviar su currículum a la Torre de Londres) rastreó eficazmente.
A mi hermano le cayó un buen broncazo.
Pobre, debería saber ya que toda mala acción conlleva sus consecuencias.

La historia del primer cigarrillo, para un día que tengáis tiempo.

1 comentario:

  1. Jaja! Una historia muy humeante, casi noto hasta el gusto a asfalto!

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