domingo, 11 de abril de 2010

NEGRØ

Aún puedo saborear el aire de mi niñez. Ese aire fresco y húmedo que una vez aspirado recorría todo tu cuerpo y se aferraba a tus huesos pertinazmente, dando la sensación de que tenías un parásito en tu interior, como las garrapatas que tienen de vez en cuando los animales, pero, a pesar de esa sensación, era maravilloso poder respirarlo.
Nunca me di cuenta de la importancia del oxígeno. A lo largo de mi vida, me fijaba en otras cosas más “importantes”.
Cuando tenía unos meses, según lo que me contaba mi madre, sólo quería dormir, comer y jugar con “Rosi”, mi osita de peluche, que, por cierto, aún conservo. Cuando tenía entre uno y tres años, sólo parloteaba de lo mucho que me gustaba ir al parque, subirme al tobogán y tirarme, sintiéndome la reina del mundo, mientras la brisa acariciaba mis rosadas mejillas… También hablaba de lo bonito que era observar los pajaritos, correteando y saltando de un lado a otro, con una ligereza asombrosa, y distinguir los vivos colores de su cuerpecito. Además, me encantaba bailar, mientras alardeaba de lo precioso que era mi vestido. Cuando tenía entre cuatro y seis años, lo único que deseaba era comer todo tipo de dulces: galletitas (especialmente de chocolate), tartas, bizcochos, bombones, ensaimadas, suizos… ¡Mmmm! ¡Deliciosos! Pero, quizá, lo que más me gustaba, era jugar con mis amigos; bueno, más bien, cualquier niño que me encontrase, sin hacer ningún tipo de distinciones. De todos modos, no puedo asegurar qué es lo que más me divertía, ya han pasado muchos años…
Una nueva etapa comenzó a partir de mis siete años. Desde ahí hasta los diez, me interesaba estar con mis compañeras de clase y jugar, principalmente, a las W.I.T.C.H y a las Bratz. Deseaba celebrar mis cumpleaños, disfrutar del momento en el que me entregaban un regalo. Era algo impresionante. La alegría me corría por las venas, como si fuera mi propia sangre. Cuando tenía entre los diez y los once años, estaba en el punto al que todo el mundo llega, tomar la decisión de dar un paso hacia delante y empezar a madurar, o dar un paso hacia atrás y seguir siendo una niñata uniéndome al club de los “Peter Pan”. Como casi todo el mundo, escogí la primera (y más deprimente) opción: madurar. Cuando tenía entre los doce y los catorce me preocupaba causar uan buena impresión general, sacar espléndidas notas y estar con mi pandilla, la que tenía un nombre largo, que al final quedó en un nombre más corto, ya que hubo problemas entre nosotras… También me preocupaban mucho mis defectos bucales (dientes descolocados y paladar estrecho) y mis defectos oculares (miopía). Cuando tenía entre los quince y los dieciocho todo se basaba en desfases variados: ir a botellones, ir a conciertos, ir a las discotecas, pasar tiempo con los CHICOS (ya me entendéis)…
Cuando tenía entre los diecinueve y los treinta años todo ocurrió muy rápido. Estudiar una magnífica carrera, buscar un maravilloso piso, encontrar un trabajo estable, realizar las típicas tareas de la casa, salir de copichuelas, celebrar comidas entre amigos, leer novelas (había que estar a la última, best-sellers), ir al cine (la mayoría de las veces, a ver adaptaciones cinematográficas de los mismos best-sellers), ir, de vez en cuando, a una inauguración de pintura y, más que de vez en cuando, a desfiles de modas, grandes almacenes, a las tiendas de diseñadores –cuando el bolsillo lo permitía-, a sesiones de “estética completa”, a recorrer el mundo a trompicones en “viajes organizados”…
A partir de los treinta, cesó el frenesí de “estar en la onda”. Comencé a asentar la cabeza y a formar un club selecto de amigos y de actividades. Pero no fue suficiente. ¡Estaba sola!
Tenía una buena posición económica, con posibilidades de mejorar aún más. Poseía el coche y el apartamento de mis sueños; a simple vista, mi vida era perfecta. Me parecía, en versión femenina, al personaje de George Clooney en la película “Up in the air” y llegaba a las mismas conclusiones. No había conocido al hombre que me fuese “como anillo al dedo”, en otras palabras, “mi media naranja”. Ni tenía esos hijos de los que estar harta y a la vez orgullosa, ni siquiera tenía una mascota, porque mis cenas y mis viajes lo acaparaban todo; solo tenía a mi peluche de la infancia, Rosi... ¡Claro (es que no estaba viva y no hacía falta renunciar a nada por ella)!
Ahora estoy aquí, a mis treinta y cinco años, tirada en un suelo seco, un suelo infinito de arena, repasando mi miserable vida, llorando en mi interior por mi simpleza, porque, ya ni lágrimas me quedan. Estoy completamente desnuda y quemada, como la mayoría de los supervivientes, bueno, no completamente quemada, porque mi querida Rosi me ha cubierto parte de la cara y esa parte es un paraíso.
¿Recordáis que de joven me preocupaba por mi miopía? Pues, en estos momentos, me alegro de tener ese defecto, porque así mi visión no alcanza a observar los detalles de una pelea por la última bomba de oxígeno (en realidad, vacía, pero ellos no lo saben).
Noto la asfixia, Rosi, gra-cias, te quie…
(Negro).


Ana.

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